El mundo seguro, cierto, permanente, previsible, conocido… se derrumba; los cascotes se están diseminando en todas las direcciones. Ahora toca crear el día a día, el momento a momento, y el retomar los aprendizajes y las experiencias para establecer las primeras posiciones desde las que hemos de mirar, de valorar, de reconocer, el cómo y de qué manera hemos de iniciar el trazado de los nuevos senderos para la supervivencia de las especies, y de la humanidad entre ellas. Para ello es necesario, antes que nada, reconocer dónde estamos, qué nos trajo hasta aquí y qué sentido tiene el vivir en las presentes condiciones.
Cuando se muere un padre, y de eso sé yo algo, cuando desaparece el sistema de referencias, el caos se adueña de las relaciones “familiares”, aquellas impuestas por un determinado orden y con el que se construía una determinada rutina, -siempre la misma-, que nos daba el sentido de seguridad. Una seguridad basada en previsiones a corto y a largo plazo, respaldadas por una figura que nos parecía eterna. Todo con la aquiescencia de unas creencias infantiles sobre un sistema de relaciones, garantizado por los patrones en los que habíamos nacido. Desaparece o se destruye esa figura y todo, todo, pierde su sentido.
Pero resulta que no, está la Madre, la vida que ella engendra, nutre, cuida, y protege. Y, durante un tiempo de duelo en el que las relaciones se ajustan a las nuevas circunstancias, comienzan a desarrollarse las capacidades dormidas de cada uno de los integrantes de aquella “unidad familiar”, de aquel núcleo humano, de aquella humanidad. Cada uno de sus integrantes se recolocan en un nuevo universo de relaciones, descubriéndose cada quien a sí mismo, con sus características, sus dones y sus posibilidades de actuación en el nuevo espacio configurado tras la “catástrofe”. Se deja atrás la infancia dependiente y se redescubre que la Vida, desde la que procede, sigue nutriéndole y protegiéndole, si se aceptan y se respetan sus leyes y sus condiciones para seguir generando más vida.
Nueva andadura
Aquí nos encontramos hoy, y a partir de aquí se comienza una nueva andadura. Un ciclo nuevo se inicia y para que dé sus propios frutos hemos de aceptar la muerte de lo viejo, sin despreciar su herencia, una herencia cargada de errores y de dolor, pero también de bellezas y de aprendizajes. Una herencia que nos sirve de atalaya para contemplar el lejano horizonte de un nuevo amanecer humano.
Con Amor, desbrocemos pues la tierra para que el aliento de nuestro espíritu la prepare para las nuevas cosechas; recopilemos todas las semillas que han producido los frutos humanos. Con ellas las nuevas generaciones han de hacer florecer las nuevas obras que han de surgir en los nuevos campos, con las aportaciones que emanen de sus espíritus y que sus manos, en un futuro no previsto, materializarán.